Un estudio reciente realizado en Finlandia, que siguió la vida laboral y personal de miles de personas durante 30 años, reveló algo que en la práctica clínica y organizacional vemos todos los días: cuando hay una relación afectiva entre una persona trabajadora y su jefe o jefa, las consecuencias rara vez son neutras.
No se trata de "prohibir" los vínculos. Somos humanos. Pasamos muchas horas en el trabajo y las conexiones surgen.
El problema aparece cuando en el vínculo existe una asimetría de poder.
En esos casos, la libertad para elegir, hablar, poner límites o incluso retirarse, se ve condicionada.
Muchas veces, lo que al inicio se percibe como "cuidado", "interés" o "atención especial", termina generando:
• Confusión interna
• Estrés emocional sostenido
• Culpa o sensación de deber permanentes
• Dudas sobre el propio mérito y la propia voz
• Deterioro del desempeño y del clima laboral
Y, sobre todo, deriva en algo silencioso y profundo: la pérdida de autonomía.
Las organizaciones también lo sienten: se afecta la confianza del equipo, se generan rumores, se dañan trayectorias profesionales y se debilita la cultura que tanto cuesta construir.
Hablar de esto no es moralizar. Es cuidar la salud laboral y la integridad de las personas.
Promover vínculos saludables en el trabajo implica enseñar a identificar las relaciones donde el poder no está equilibrado y sostener prácticas claras que protejan a todos.
No es solo un tema de comportamiento individual.
Es un tema de cultura, liderazgo y responsabilidad institucional.